La mitad observacional del Nobel de 2020 ha recaído en Andrea Ghez (Universidad de California en Los Ángeles) y en Reinhard Genzel (Instituto Max Planck de Física Extraterrestre), por los trabajos que, desde mediados de los años noventa del siglo pasado, han demostrado la presencia de un objeto oscuro y supermasivo en el centro de la Via Láctea. En otras palabras, por aportar pruebas sobre la existencia de los agujeros negros y, en particular, los de tipo supermasivo. Según el consenso mayoritario en Astrofísica y Cosmología, estos objetos ocupan el centro de las galaxias y han sido determinantes en la formación e historia de estas y, por ende, en la historia del Universo.
Desde el momento en que quedó claro, tras el trabajo de Penrose, que el colapso podría darse en sistemas astrofísicos reales, se inició la búsqueda de pistas sobre su existencia en el Universo. Ya en 1963 se especuló con la posibilidad de que el brillo de los cuásares, galaxias mucho más luminosas de lo habitual, estuviese alimentado por la presencia de un agujero negro en su seno.
Sin embargo, fue en nuestra propia Galaxia donde se encontró una candidatura más evidente: el objeto binario Cygnus X-1. Las propiedades de variabilidad y emisión de alta energía de este objeto apuntaban a la presencia de un agujero negro de entre diez y veinte masas solares. Todo esto sucedía entre los años sesenta y setenta del siglo pasado. Las medidas más recientes indican que su masa es de cerca de quince masas solares. Un objeto oscuro con esta masa no puede ser otra cosa que un agujero negro, ya que supera con creces la masa límite que puede ser soportada por la presión de degeneración de los neutrones (no más de tres masas solares).
En las décadas siguientes llegaron más candidaturas y evidencias indirectas de la existencia de estos objetos, principalmente a través de las detecciones con observatorios de altas energías, ya que el proceso de acreción -diez veces más energético que la fusión del hidrógeno en los núcleos estelares- de materia se revela principalmente en rayos X. Así se llegó a la conclusión de que muy probablemente, en el centro de cada galaxia se encuentra un monstruo de millones o de hasta miles de millones de masas del Sol. Y también, por tanto, en nuestra Via Láctea.
La atención se centró entonces en el núcleo galáctico, situado en la dirección de la constelación de Sagitario -visible en el cielo estival hacia el Sur. Y se estudió en diferentes bandas del espectro mostrando una intensa actividad en todas ellas, con restos de supernova y otras fuentes de rayos X o gamma. Sin embargo, el medio interestelar formado por nubes de gas y polvo impedía la observación de las estrellas de esta región. A mitad de la década de los años noventa, la nueva generación de telescopios del rango infrarrojo, ubicados en Chile y Hawai, permitió esa observación directa en la banda K (1.95 – 2.34 μm). La clave está en que las estrellas no solo emiten en el rango visible, sino que también lo hacen, dependiendo de su edad y propiedades, intensamente en las bandas vecinas del infrarrojo y ultravioleta. Había llegado pues el momento de curiosear el centro de nuestra propia Galaxia, de seguir los movimientos de las estrellas más cercanas al centro galáctico y sacar conclusiones. Ghez y colaboradores usaron el telescopio Keck en Hawái, mientras que Genzel y su equipo observaron con el telescopio ESO-MPIA en Chile.
Los dos equipos observaron de manera independiente un conjunto de estrellas que orbitan rápidamente alrededor de un centro de masas claramente localizable. Por otra parte, se certificó que este centro de masas no emite radiación detectable en esta banda infrarroja. La estrella más cercana a ese objeto central, conocida como S2, se acerca al agujero negro hasta 120 unidades astronómicas (tres veces la distancia de Plutón al Sol), y adquiere una velocidad máxima de 5000 km/s, es decir, un sesentava parte de la velocidad de la luz (en el caso del Sol, esta velocidad es de 230 km/s).
Con los datos acumulados y usando leyes físicas sencillas, los equipos estimaron las masa de ese cuerpo central entre 2 y 4·106 veces la masa del Sol. Una masa así de grande, concentrada en una región tan compacta como la que se podía deducir de la órbita de S2 y otras estrellas, era difícilmente atribuible a algún tipo de astro diferente de un agujero negro. La acumulación de datos en años sucesivos permitió a estos grupos mejorar sus cálculos y confirmar el viejo dicho de que oscuro y masivo, agujero negro, ¿o era blanco y en botella, leche? Bueno, se entiende el mensaje. A pesar de ello, ¿se podría considerar que esta evidencia era aún indirecta?
El año pasado, otro equipo de investigadores, radioastrónomos en este caso nos regaló la imagen más clara de la ‘sombra’ de un agujero negro jamás tomada utilizando el Event Horizon Telescope (EHT). Sin embargo, la Academia Sueca ha considerado que las evidencias aportadas por Ghez, Genzel, y sus respectivos colaboradores, es suficientemente clara como para considerarlos los primeros en demostrar la existencia de los agujeros negros en nuestro Universo. En cualquier caso, Hulse y Taylor recibieron el premio Nobel en 1993 por el descubrimiento del primer púlsar binario con implicaciones indirectas sobre la existencia de la radiación gravitatoria, y ello no impidió que también lo recibieran, en 2017, Barish, Weiss y Thorne por su detección directa. Así pues, quizá no sea este el último premio Nobel relacionado con el descubrimiento observacional de los agujeros negros. El tiempo lo dirá.