¿Es fosfina todo lo que reluce?

Seguro que habéis escuchado que “se ha descubierto vida en Venus”. Pero, ¿es esto realmente así? Nuestro invitado especial Víctor M. Rivilla nos lo aclara.

El pasado 14 de septiembre un grupo de astrofísicos anunció a bombo y platillo la (posible) detección de fosfina en la atmósfera de Venus. Esta pequeña molécula, formada por un átomo de fósforo y tres de hidrógeno (PH3), causó un gran revuelo mediático, porque los autores afirmaban que su presencia en Venus podría indicar la existencia de vida. De un día para otro, la química del fósforo más allá de nuestro planeta se convirtió en “trending topic” a escala mundial. Personalmente, como astrofísico que ha dedicado buena parte de los últimos años a la detección en el espacio de moléculas con fósforo, recibí la noticia con gran curiosidad… y algún recelo. Pero antes de hablar en detalle de la fosfina venusiana, expliquemos por qué el fósforo es tan interesante.

La palabra fósforo proviene del griego, φώς – φόρος (fos-foros), y significa “portador de luz”. Hoy en día la utilizamos para referirnos al elemento químico que el alquimista alemán Hennig Brand “descubrió” en 1669 mientras intentaba sintetizar la piedra filosofal en su laboratorio. Suponemos que lo que tenía en mente era producir oro, lo que le hubiera reportado pingües beneficios, pero lo que obtuvo destilando orina fue un material blanquecino que brillaba en la oscuridad. Por esta “reluciente” propiedad, la nueva sustancia se bautizó como fósforo.

Pintura de Joseph Wright en la que se representa al alquimista Hennig Brand en el momento en el que, intentando obtener la piedra filosofal, descubrió el fósforo (Derby Museum and Art Gallery, Reino Unido).

Aunque la Humanidad tardó siglos en percatarse de su presencia, el fósforo ha formado parte de nuestro planeta desde el preciso momento de su formación. Y tenemos que estar muy agradecidos de ello, porque sin fósforo la vida no podría existir. Este elemento químico es una pieza fundamental del ácido desoxirribonucleico (ADN), que contiene nuestra información genética, del trifosfato de adenosina (ATP), que se encarga de la transferencia de energía en nuestras células, o de los fosfolípidos, que construyen las membranas celulares. Sin saberlo, Hennig Brand encontró un auténtico tesoro que, para la biología, es mucho más preciado que el oro.

Curiosamente, y a pesar de su importancia para la vida, el fósforo es poco abundante en el Universo. Existe un átomo de fósforo por cada 10 millones de átomos de hidrógeno. El motivo de esta escasez es que hay pocas “fábricas” de fósforo en nuestra Galaxia. Sabemos que se genera en el interior de estrellas muy masivas (con masas más de 20 veces la masa de nuestro Sol), que son muy poco numerosas. Estas estrellas terminan su vida mediante violentas explosiones de supernova, expulsando el fósforo al medio interestelar. Una vez allí, el fósforo pasa a formar parte de frías nubes de gas y polvo que, bajo las condiciones físicas propicias, formarán en su seno nuevas estrellas y sistemas planetarios.

Siendo honestos, todavía estamos lejos de entender bien cómo es la química del fósforo en las regiones donde se forman nuevas estrellas y planetas, y de cómo el fósforo necesario para originar la vida llegó a nuestro planeta. Pero en los últimos años hemos sido capaces de empezar a dar algunas respuestas. Recientemente, gracias a la combinación de observaciones del observatorio ALMA (Atacama Large Millimetre/submillimetre Array) y de medidas de la misión espacial Rosetta de la Agencia Espacial Europea, hemos visto similitudes entre el contenido de fósforo en regiones de formación de estrellas y en el cometa 67P/Churyumov-Gerasimenko. Esto nos hace pensar que el fósforo del cometa, que se encuentra principalmente en la forma de monóxido de fósforo (PO), pudo ser heredado directamente de la nube de gas y polvo que formó nuestro sistema planetario. Si otros cometas formados durante el nacimiento del Sistema Solar, como 67P, tuvieron una composición química similar, es muy posible que el PO de los cometas fuera transportado a nuestra joven Tierra mediante una intensa “lluvia” cometaria. Una vez en la superficie de nuestro planeta, junto con otros compuestos químicos relevantes, el PO “extraterreste” pudo jugar un papel clave en la química que alumbró las primeras formas de vida.

No hay ninguna duda de que el fósforo es un ingrediente esencial para la vida. Como dijo el premio Nobel de química, Sir Alexander Todd, en una conferencia en Kyoto en 1982: “donde hay vida, hay fósforo”. ¿Quiere esto decir que donde hay fósforo hay vida? Esta estimulante pregunta nos lleva a la posible detección de fosfina (PH3) en Venus publicada recientemente en la revista Nature Astronomy. Nuestro planeta vecino nos ha cautivado desde tiempos inmemoriales. No en vano fue bautizado en honor a la diosa del amor y la belleza de la mitología romana. En más de una ocasión se ha especulado con la posible existencia de vida en Venus. En un histórico artículo de 1967, Harold Morowitz y Carl Sagan plantearon la hipótesis de la presencia de vida en las nubes venusianas. Por ello, la reciente noticia de la posible detección de fosfina en la atmósfera de Venus disparó todo tipo de especulaciones.

En realidad, los conceptos de “Venus” y “Fósforo” han estado íntimamente ligados desde la Antigüedad. Poca gente conoce que siglos antes que que el término “fósforo” fuera utilizado para referirse a uno de los elementos químicos clave para la vida, se usó precisamente para bautizar a nuestro planeta vecino. Como decíamos al inicio, “fósforo” significa “portador de luz”, y por esta razón los griegos le dieron este nombre al objeto celeste que iluminaba el cielo al amanecer. Ellos pensaban que se trataba de una estrella, la “estrella de la mañana”. Hoy sabemos que en realidad es un planeta, y nos referimos a él como Venus, y en la cultura popular como “lucero del alba”. Pero también fue bautizado, en latín, como “Lucifer”, en una traducción del siglo IV de un pasaje de la Biblia, Isaías 14:12, en el que se hace referencia a la caída del cielo de la “estrella de la mañana”. De hecho, este concepto de caída y su interpretación como descenso a los infiernos, apoyado en otro pasaje bíblico (Lucas 10:18), terminaron por asociar a Lucifer con el mismísimo Diablo, como ya hacía Dante Alighieri en el Infierno de su Divina Comedia en el siglo XIV, y como sucede popularmente en la actualidad, serie de Netflix incluida. Es interesante ver cómo un concepto asociado a la luz (Lucifer, en su versión latina o Fosforos, en su versión griega) ha acabado usándose para mentar al mismísimo señor de la oscuridad.

Pero volvamos a la fosfina de Venus. En esencia, el contenido del artículo recién publicado en Nature Astronomy se puede resumir en dos ideas básicas:

  1. Una capa de la atmósfera de Venus, a unos 55 km de altura, donde la temperatura y la presión son parecidas a las que disfrutamos en la superficie de la Tierra, contiene cantidades sorprendentemente altas de fosfina, unas 20 moléculas de fosfina por cada 1.000.000.000 de otros gases, lo que supone una abundancia unas mil veces mayor de la que tenemos en nuestro planeta.
  2. No se conocen mecanismos físicos o químicos que expliquen tal abundancia de fosfina en Venus, por lo que los autores proponen que quizá se esté generando por otras vías, entre las cuales se encuentra la producción por parte de microorganimos vivos.

El segundo punto es el que ha desatado una tormenta mediática, y un intenso debate en la comunidad astrobiológica. La fosfina en la Tierra está asociada a formas de vida, ya que se produce fundamentalmente por la actividad humana y por ciertas bacterias que viven en ambientes anaeróbicos (donde escasea el oxígeno molecular). Ahora bien, hay que dejar claro que la presencia de fosfina en Venus no implica que haya vida allí, es solo una de las posibles explicaciones, seguramente la más sugerente pero no la más plausible. Los autores del artículo han hecho un loable esfuerzo para convencernos de que otros mecanismos de producción de fosfina (procesos químicos en la atmósfera, actividad volcánica, descargas de rayos o impactos de meteoritos) no son capaces de explicar la cantidad de fosfina detectada. Pero esto no quiere decir que no haya otras vías, aún inexploradas, que puedan ser las responsables de la formación de fosfina. Hay que tener en cuenta, por ejemplo, que la química del fósforo en las condiciones físicas de la atmósfera de Venus es en gran parte aún desconocida. Los autores han utilizado un modelo químico para el fósforo en el cual muchos de los parámetros no se conocen con certeza. Han asumido que ciertas reacciones químicas se comportan de manera análoga a cómo lo hacen reacciones químicas similares de compuestos de nitrógeno, elemento que guarda ciertas similitudes con el fósforo. Sin embargo, esta asunción puede no ser cierta, lo cual llevaría a resultados erróneos. Uno de los aspectos positivos de la publicación de este trabajo será precisamente que muchos grupos de científicos en el mundo dirigirán su mirada al fósforo en los próximos años, lo cual nos proporcionará una valiosa información, basada en medidas de laboratorio y en cálculos teóricos, acerca de cómo son las reacciones químicas que producen moléculas que contienen este elemento químico. Solo entendiendo bien la compleja química de la atmósfera de Venus, y en particular del fósforo, podremos estar seguros de si necesitamos (o no) la presencia de vida para explicar las observaciones.

Sobre la idoneidad de la fosfina como biomarcador, es decir, como signo inequívoco de la presencia de vida, se ha hablado y discutido mucho en los últimos días. Sin embargo, se ha prestado muy poca atención a la veracidad de la detección en sí. La práctica totalidad de los medios de comunicación, y gran parte de la comunidad astrobiológica, ha dado por hecho que, efectivamente, los autores han detectado fosfina gracias a las observaciones obtenidas con el telescopio submilimétrico ALMA. Sin embargo, dentro de la comunidad astroquímica, que se dedica precisamente a la búsqueda e identificación de nuevas moléculas en el espacio, la cosa no está tan clara. De hecho, los propios autores en su artículo no aseguran con firmeza que hayan visto fosfina, sino que presentan una “candidata” a detección, según sus propias palabras. He hablado personalmente con varios compañeros astroquímicos estos días, y he leído las opiniones de otros colegas de profesión en los medios de comunicación y en redes sociales, y mientras hay quien piensa que la detección podría ser buena, también hay muchos que creen que se puede tratar de un falso positivo. En el mejor de los casos, habría que ser muy cautos. En primer lugar, porque la señal captada por los telescopios podría no ser real, sino un artefacto producido durante el proceso de análisis de los datos. Este tipo de observaciones son técnicamente muy complicadas, ya que se está intentando detectar una señal muy débil (la producida por la molécula que se está buscando) que se encuentra mezclada en una señal 10.000 veces más brillante (la producida por la emisión térmica del planeta). Imagínense encontrar una aguja de 0.1 mm en un campo de trigo con tallos de 1 metro, y cubierto de una hierba espesa y ondulada de una altura parecida a la de la aguja. Incluso si sabemos el sitio exacto donde buscar, parece complicado. Este era el desafío que han intentado afrontar los autores del artículo. Sabían que, de haber fosfina, tendría que aparecer una señal muy débil a una determinada frecuencia, 266.9445 GHz. Y se han esforzado para ver si, efectivamente, había algo en los datos obtenidos con los radiotelescopios. Para ello han tenido que realizar un complejo y sofisticado tratamiento de los datos, enfocado a revelar la presencia de la débil señal. Y he aquí que el Diablo (o Lucifer, que recordemos que significa Fósforo) se vuelve a hacer presente. Es posible que, metafóricamente, el señor de la oscuridad haya podido malmeter para confundirnos, y hacernos creer que hay una señal de luz donde en realidad no la hay. Cuanto más se “tocan” los datos que obtenemos de las observaciones astronómicas, más opciones hay de introducir señales artificiales. Sobre todo si, aunque sea inconscientemente, quien realiza el análisis está predispuesto a que se vea algo a la frecuencia exacta donde debería estar la fosfina.

Fosfina (PH3) en Venus. Ilustración de Elena Lacey / Getty Images / NASA, combinando una imagen real de Venus con una representación artística de las nubes de su atmósfera en la que se ven moléculas de fosfina (PH3) y parte de “El Nacimiento de Venus”, de Sandro Botticelli (1482-1485; Galería Uffizi, Florencia,  Italia).

Incluso si nos creemos que la señal detectada es real, tampoco podemos estar completamente seguros de que se trate de fosfina. Podría ser debida a otras moléculas que emiten también a esa frecuencia. Una opción es el dióxido de azufre (SO2), que es la tercera especie molecular más abundante en la atmósfera de Venus. Los autores intentan demostrar que la señal detectada no puede deberse a SO2, ya que no ven otras señales de SO2 que también deberían verse en sus datos. Sin embargo, dado el desconocimiento que existe acerca de la química de la atmósfera venusiana y de sus condiciones de excitación, no se puede descartar tajantemente que el SO2 pueda contribuir a la señal que los autores han identificado. Otras moléculas, como el HC3N o el SiS, también emiten señales a frecuencias muy parecidas a la de la fosfina. Es cierto que, en vista de lo que sabemos sobre la composición química de Venus, no esperaríamos que estas dos moléculas fueran muy abundantes, pero exactamente el mismo argumento se puede aplicar a la fosfina. En una atmósfera tan oxidante como la de Venus, con mucho oxígeno y poco hidrógeno, el escaso fósforo presente debería formar compuestos oxigenados como ácidos fosfóricos o fosfatos, y no hidrogenados como la fosfina. Por tanto, la fosfina es tan aparentemente exótica como otras posibles candidatas.

Otro de los motivos para ser constructivamente escépticos es que sólo se ha detectado una única señal de fosfina. Las moléculas de un gas que se encuentra a una cierta temperatura rotan y vibran, y al hacerlo emiten luz. Como nos explica la física cuántica, los niveles de energía de la molécula están cuantizados, y cada salto entre niveles, que denominamos transición, produce fotones a una determinada frecuencia. Así, cada molécula emite su patrón de luz característico, debido a las múltiples transiciones entre sus distintos niveles. Normalmente, para confirmar la presencia de una molécula en el espacio, los astrofísicos presentamos evidencias de haber detectado varias transiciones de una molécula, cuantas más mejor, para poder descartar falsos positivos, o que la señal se deba en realidad a otras moléculas. Esto es algo que todavía no se ha hecho en el caso de Venus, donde solo se ha observado la señal producida en el salto del nivel rotacional 1 al 0. Para poder decir con seguridad que hay fosfina en la atmósfera venusiana habrá que esperar a que nuevas observaciones de otras transiciones confirmen su presencia. Aunque ya sabemos que no será una labor sencilla. Otras transiciones rotacionales de fosfina emiten luz a frecuencias en el rango submilimétrico que, lamentablemente, no son observables con telescopios terrestres debido a la opacidad de nuestra atmósfera, que funciona como una pantalla opaca. Una posible alternativa sería usar el telescopio SOFIA (Stratospheric Observatory for Infrared Astronomy), que viaja a bordo de un avión Boeing 747 a una altitud de unos 13 km, donde la opacidad es mínima. Otras alternativas se basan en otra zona del espectro electromagnético, en el rango infrarrojo desde 4 a 10 micras, donde la fosfina también emite señales. En este sentido, una afortunada coincidencia va a permitir que la sonda espacial BepiColombo, que se dirige hacia Mercurio, pase muy cerca de Venus (a una distancia de unos 10.000 km) el próximo 15 de octubre. La nave lleva consigo instrumentos que podrían detectar señales de fosfina en el infrarrojo. Los responsables científicos de la misión ya habían planeado realizar observaciones de la atmósfera de Venus aprovechando el cercano sobrevuelo, pero ahora mirarán con mucha más atención si hay alguna traza de fosfina. Una detección positiva por parte de BepiColombo, completamente independiente al trabajo recientemente publicado usando ALMA, permitiría no sólo confirmar de forma mucho más sólida la presencia de fosfina en Venus, sino también estimar con mayor precision su abundancia.

El pintor inglés Joseph Wright retrató la cara de estupor que se le debió quedar a Hennig Brand al contemplar en su laboratorio el resplandor producido por el fósforo que acababa de descubrir de forma casual. Imagino que un asombro similar se apoderó de mis colegas astrofísicos al escudriñar la aparente señal de luz, a la frecuencia a la que emite la fosfina, en los datos de la atmósfera de Venus. En el caso del alquimista alemán, el tiempo confirmó que se trataba de un nuevo elemento químico hasta la fecha desconocido. En el caso de la fosfina venusiana, nuevas observaciones podrán corroborar o refutar su presencia en nuestro planeta vecino. Dado que el Diablo está en todas partes, mejor si nos armamos de sólidas evidencias científicas difíciles de rebatir, antes de hacer grandes afirmaciones, sobre todo si implican la existencia de nuevas formas de vida más allá de nuestro planeta. El propio Carl Sagan, uno de los postuladores de la posible vida en las nubes de Venus, ya nos advirtió, haciéndose eco de las frases del filósofo David Hume y el matemático Pierre-Simon Laplace, que “las afirmaciones extraordinarias requieren evidencias extraordinarias”. En lo que se refiere a la posible fosfina venusiana y a su hipotético origen biológico, las evidencias que tenemos a día de hoy son claramente insuficientes. Ni estamos seguros de que la señal sea real, ni podemos afirmar con rotundidad que se trate de fosfina, ni mucho menos podemos asegurar que, de confirmarse su presencia, sea debida a formas de vida extraterrestre. Por el momento hay más preguntas que respuestas, lo cual, por cierto, nos encanta a los científicos. ¿Es fosfina todo lo que reluce? No lo sabemos, pero intentaremos descubrirlo.

Autor: Víctor M. Rivilla Rodríguez

V. M. Rivilla es un investigador del Centro de Astrobiología de Madrid (INTA-CSIC) y lidera el proyecto COOL (Cosmic Origins of Life), financiado por el Programa de Atracción de Talento de la Comunidad de Madrid. Previamente ha trabajado en el Observatorio Astrofísico de Arcetri (INAF, Florencia) gracias a un contrato europeo Marie Skłodowska-Curie. Su trabajo se centra en entender la complejidad química del medio interestelar, y en particular de las regiones donde se forman nuevas estrellas y planetas, con especial énfasis en aquellas moléculas que pueden jugar un papel fundamental en el origen de la vida, entre las que se encuentran los compuestos con fósforo.

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