Núcleos activos de galaxias, explosiones de rayos gamma, supernovas, galaxias con estallidos de formación estelar. . . Éstos son algunos de los entornos en los que ocurren los fenómenos más violentos del Universo, mucho más allá de nuestro sistema solar e incluso de nuestra propia galaxia. Así, grandes cantidades de energía son liberadas debido a que agujeros negros muy masivos engullen la materia circundante, o debido a la colisión de estrellas de neutrones, o tras la explosión de estrellas masivas, o bien en regiones con un altísimo ritmo de formación estelar. Son todos ellos fenómenos que tienen lugar en condiciones extremas, que nos aportan pistas sobre las leyes fundamentales de la física.
En estos aceleradores cósmicos se producen todo tipo de partículas que viajan a velocidades muy próximas a la velocidad de la luz. Entre ellas se encuentran las que conocemos como rayos cósmicos, partículas cargadas eléctricamente, principalmente protones como los que forman los átomos. Desde hace más de 100 años, cuando Victor Hess descubrió una “radiación de muy alta capacidad de penetración en la atmósfera”, numerosos experimentos han medido el flujo de estos rayos cósmicos, de origen aún desconocido. Sin embargo, al estar cargados, los campos magnéticos que encuentran en su camino los desvían de su trayectoria y por lo tanto, nos privan de saber el lugar en la esfera celeste donde se originaron. Por otro lado, también se producen ingentes cantidades de fotones (radiación) que se propagan hasta la Tierra en línea recta y que nos han permitido observar el cosmos más allá del espectro visible. De esta forma hemos obtenido información de incalculable valor para nuestro conocimiento del Universo. Pero los fotones procedentes de fenómenos muy alejados, cuando son muy energéticos, interaccionan con la radiación que permea el medio interestelar y finalmente nos llegan con mucha menos energía de la inicial, imposibilitando su observación.
Además de rayos cósmicos y fotones, en estos aceleradores cósmicos también se producen unas partículas de masa muy pequeña (menor que una millonésima de la masa del electrón) que no están cargadas eléctricamente y cuyas interacciones con el resto de partículas son muy
débiles: los neutrinos. Estas partículas no solo viajan también sin desviarse de su trayectoria, sino que lo hacen prácticamente sin atenuación, lo que nos permite observar fenómenos extremos ocurridos a millones o miles de millones de años luz de nosotros, y por lo tanto, en edades muy tempranas del Universo. Sin embargo, lo que por un lado es una ventaja, su débil interacción, representa una desventaja a la hora de detectarlos. Miles de millones de neutrinos pasan cada segundo por nosotros sin que nos demos cuenta. Es más, atraviesan la Tierra entera sin prácticamente verse afectados. Es por esto que se necesitan detectores gigantescos para poder observar unos pocos neutrinos, aún más cuando a altas energías estos números se reducen drásticamente.
Pero, ¿cómo podemos detectar los neutrinos? Aunque muy raramente, en alguna ocasión un neutrino colisiona con un núcleo atómico y produce electrones, muones o tauones (estos dos últimos son partículas parecidas a los electrones pero más masivos), que viajan a velocidades cercanas a la de la luz en el vacío. De forma similar a cuando un avión de reacción supera la velocidad del sonido en el aire y se produce una explosión sónica, cuando partículas cargadas viajan en un medio, como agua o hielo, a velocidades mayores que la de la luz en dicho medio, se produce una explosión lumínica en forma de radiación ultravioleta, la conocida como radiación de Cherenkov. Así pues, se trata de construir inmensos detectores capaces de registrar dicha radiación producida por las partículas generadas tras la colisión de un neutrino con un núcleo atómico.
Este es precisamente el objetivo del observatorio de neutrinos IceCube, completado a finales de 2010 y situado muy cerca de la estación Amundsen en la Antártida en el Polo Sur, donde se puede disponer de grandes cantidades de hielo puro. Para ello, en un trabajo de
altísima precisión, se ha perforado el hielo y se han colocado más de cinco mil detectores de luz del tamaño de un balón de playa a una profundidad de más de un kilómetro y cubriendo un volumen de un kilómetro cúbico. Así, la radiación de Cherenkov que reciben estos detectores permite obtener información sobre la dirección y la energía de los neutrinos.
Sin embargo, no solo los neutrinos procedentes de aceleradores astrofísicos pueden producir una señal en IceCube. También los neutrinos y los muones producidos por la colisión de los rayos cósmicos con los núcleos de la atmósfera son capaces de penetrar en el detector y dar lugar a radiación de Cherenkov. En IceCube se producen unos diez mil sucesos por segundo, de los cuales solo uno cada minuto es debido a la colisión de un neutrino con un núcleo de agua. Y de éstos, solo un suceso cada mes podemos identificarlo como de origen astrofísico. Por lo tanto, era preciso diseñar métodos que permitieran discriminar, por un lado, neutrinos de muones en una proporción de uno en un millón, y por otro, neutrinos astrofísicos de neutrinos atmosféricos en una proporción de uno en diez mil. Se trataba, pues, de… ¡buscar una aguja en un pajar!
Y la aguja se encontró. En 2012 IceCube anunció la observación de los primeros dos neutrinos de muy alta energía producidos más allá del sistema solar, a los que han seguido varias decenas más en los últimos años. No obstante, la observación de neutrinos astrofísicos
no estaba garantizada a priori y diferentes modelos teóricos obtenían predicciones diferentes. Esta observación, de importancia crucial, constituye el mayor logro de IceCube hasta la fecha y marca el comienzo de la astronomía de neutrinos, una nueva era en la física de astropartículas. A partir de ahora podemos mirar el Universo a través de una nueva ventana.
Pero, una vez sabemos cuál es el flujo de neutrinos astrofísicos, aún faltan por responder la gran mayoría de las preguntas al respecto: ¿cuál es el origen de estos neutrinos? ¿Son producidos en nuestra galaxia o más allá? ¿Podemos identificarlos con fuentes astrofísicas conocidas? ¿Hay alguna componente exótica que no esperábamos? ¿Cómo podemos usar las características que diferencian a los neutrinos de otros mensajeros cósmicos? ¿Son todas las observaciones compatibles entre sí? ¿Qué podemos aprender sobre las propiedades fundamentales de los neutrinos mismos?. . . Todas estas cuestiones intentaremos resolverlas con IceCube y en el futuro, con observatorios de neutrinos aún más grandes, como IceCube Gen2 y KM3NeT, en el Mediterráneo. De modo que este descubrimiento es solo el principio de esta historia, que ha comenzado bajo el hielo de la Antártida, uno de los lugares más remotos de nuestro planeta, y que nos permitirá conocer mejor los fenómenos más violentos ocurridos en los confines del cosmos.